Cada uno es libre de interpretar las religiones como le plazca, pero a veces oigo comentarios que me parece que tergiversan completamente el sentido de una creencia. Últimamente he vuelto a leer (y no es la primera vez) que el budismo es una religión mortificante, que niega la vida. Que lo ideal de un budista es raparse la cabeza y marcharse a meditar en lo alto de una montaña, a ser posible pasando frío y hambre. ¡No puede ser más absurdo! No creo que haya una religión más práctica que el budismo (al menos el original). No se plantea el por qué de las cosas ni le importa el otro mundo, simplemente intenta que el ser humano sea feliz, en su vida presente, ahora. Es efectivo y simple. Nada distingue a un budista de cualquier otra persona en su vida cotidiana, sufre y siente las mismas cosas y no es más perfecto... sólo que la intensidad con la que vive lo cambia todo.
Los auténticos budistas insisten en que la clave de su religión es el amor, que es fruto directo del desprendimiento. Esto me ha recordado un cuento que leí en algún sitio que he olvidado y que seguramente reinvento porque no recuerdo los detalles, de manera que si alguien lo conoce, me conceda licencia artística en mi manera de contarlo:
Tres monjes atravesaban un durísimo desierto, perdidos y agotados, cuando a punto de sucumbir se encontraron por sorpresa ante un inmenso muro, en el que no veían ninguna puerta. No sabiendo qué hacer, el primer monje lo escaló con trabajo, y cuando llegó arriba su cara se iluminó, pero sin decir palabra saltó el muro y despareció. Los otros monjes quedaron sorprendidos, hasta que el segundo decidió hacer lo mismo. Nuevamente llegó arriba y su expresión también fue de éxtasis, pero tampoco dijo palabra y saltó dentro. El tercer monje se quedó solo y desconcertado, y no tuvo más remedio que seguir el mismo camino que sus compañeros. Cuando llegó arriba comprendió qué los había cautivado tanto: el muro encerraba un jardín espléndido lleno de árboles y flores, por el que corrían abundantes manantiales, un auténtico paraíso. Pero el tercer monje no saltó dentro. Se bajó, siguió cruzando el desierto y se fue por todas las ciudades, enseñando a las gentes el camino hacia el jardín, aunque él nunca volvió a verlo.
Tres monjes atravesaban un durísimo desierto, perdidos y agotados, cuando a punto de sucumbir se encontraron por sorpresa ante un inmenso muro, en el que no veían ninguna puerta. No sabiendo qué hacer, el primer monje lo escaló con trabajo, y cuando llegó arriba su cara se iluminó, pero sin decir palabra saltó el muro y despareció. Los otros monjes quedaron sorprendidos, hasta que el segundo decidió hacer lo mismo. Nuevamente llegó arriba y su expresión también fue de éxtasis, pero tampoco dijo palabra y saltó dentro. El tercer monje se quedó solo y desconcertado, y no tuvo más remedio que seguir el mismo camino que sus compañeros. Cuando llegó arriba comprendió qué los había cautivado tanto: el muro encerraba un jardín espléndido lleno de árboles y flores, por el que corrían abundantes manantiales, un auténtico paraíso. Pero el tercer monje no saltó dentro. Se bajó, siguió cruzando el desierto y se fue por todas las ciudades, enseñando a las gentes el camino hacia el jardín, aunque él nunca volvió a verlo.
¿Quién alcanzó realmente el paraíso?
Comentarios
Por lo demás, el paraíso debe estar en el corazón, no buscarlo para después. Con ello no pretendo negar la esperanza, sino afirmar la libertad del desapego.
Alguien dijo: el paraíso está donde está Dios; mantente junto a Dios y el paraíso estará donde tú estés.
Saludos.
hini.