Me ha conmovido el discurso de José María Castillo al ser investido doctor honoris causa por la Universidad de Granada el pasado 13 de mayo. En general me interesa siempre lo que escribe este hombre, aunque no necesariamente esté de acuerdo en todo con él, pero sólo porque se atreva a pensar, a cuestionar, a remover, y siempre esté dispuesto a arriesgarse a sus 82 años. Y también porque creo que sus palabras están de sobra respaldadas con su vida, con su defensa de la Teología de la Liberación; alguien que, después del asesinato de jesuitas en la Universidad Católica de El Salvador, por colocarse al lado de los pobres, sólo un año después acudió a enseñar a la misma universidad, a pesar de haberse quedado sin su cátedra en la Universidad de Granada, al haberle retirado Roma el placet para enseñar teología. Desacuerdo que veinte años después le llevó a dejar también los jesuitas, harto de estar en el ojo del huracán. Pero sus palabras permanecen, y tengo la sensación de que dicen todo lo que yo quiero comunicar con menos talento. Aquí destaco un resumen de su defensa de la acción por encima de esquemas anquilosados, y del valor supremo: el ser humano.
En cuanto a la crisis actual de la fe en Dios, lo primero que deberíamos tener claro es que semejante crisis no tiene su explicación última, ni normalmente está motivada, por las razones que con frecuencia suelen aducir teólogos, sacerdotes y obispos cuando se refieren a este asunto. Mucha gente no ha dejado de creer en Dios por causa de la degeneración moral y de los pecados, de los que tanto suele hablar el clero. Ni es correcto decir que se ha perdido la fe porque vivimos en una cultura laicista, secularizada y relativista, en la que se han perdido los “valores absolutos” porque los avances incontrolados de la ciencia y la tecnología han desplazado a Dios del centro de la vida. Sin duda, hay personas que, en sus problemas de fe, están influenciadas por todo eso. Y por otras posibles causas que nadie se imagina. Pero - ya digo - el centro del problema no está en nada de eso. Como muy bien ha escrito recientemente el profesor Juan de Dios Martín Velasco, “la actual crisis de Dios sólo ha podido desencadenarse debido a la forma falseada de presentar a Dios y de vivir la relación con él, que se había extendido por las Iglesias cristianas sobre todo en la época moderna”, Mucha gente no ha abandonado su creencia en Dios porque se trata de gente que se ha pervertido, sino porque a la gente se le ha ofrecido una imagen de Dios tan deformada, que Dios, para muchos ciudadanos, resulta inaceptable o incluso insoportable.
El problema de Dios no está, ni puede estar, en creer en lo incognoscible, en lo indemostrable, incluso en lo absurdo. Una relación con Dios, que se plantea desde semejante presupuesto, es una relación llamada inevitablemente al fracaso. En este sentido, y si pensamos en la fe sólo como creencia (conjunto de saberes que afirmamos y defendemos racionalmente), se puede afirmar que, “desde el punto de vista filosófico o psicológico, la fe no es ninguna virtud, sino un vicio, no constituye excelencia alguna, sino un defecto, un fallo del aparato cognitivo. Creer lo que no podemos ver ni comprender ni demostrar, creer lo absurdo, creer lo increíble, es más bien una patología mental que una virtud o excelencia que merezca recompensa alguna” [Jesús Mosterín]
En definitiva, la exactitud y corrección de nuestra relación con Dios no consiste en la exactitud y corrección de nuestras ideas religiosas, sino en la exactitud y corrección de nuestra conducta. O, dicho con otras palabras: la relación del ser humano con Dios no se verifica mediante la fe, sino mediante la ética. No se juega en el ámbito de la creencia, sino en el ámbito de la conducta.
Las ciencias humanas nos han enseñado hasta la saciedad que los saberes y los comportamientos de los seres humanos están, desde su raíz, condicionados y determinados, no sólo por contenidos mentales, que expresamos mediante signos, sino sobre todo por experiencias (con sentido de totalidad), que comunicamos mediante símbolos. Por esto, ni la ciencia, ni los conocimientos que nos apasionan, ni las relaciones humanas, ni (menos aún) las convicciones, que dan sentido a nuestra vida, nada de eso está determinado solamente por razones y verdades, sino sobre todo por experiencias y símbolos.
Por esto se comprende la gran paradoja que consiste en que, no obstante la contradicción racional que entraña el problema de Dios, las creencias religiosas movilizan en el ser humano la fuerza de experiencias y de símbolos mediante los que tales experiencias se expresan. Símbolos que son, según la certera formulación de Paul Ricoeur, los “centinelas del horizonte” último de nuestra inmanencia. Y símbolos también por los que sabemos y experimentamos que el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia.
Jesús, por tanto, representa y significa que en lo humano, y sólo en lo humano, es donde podemos encontrar a Dios y donde podemos relacionarnos con Dios. [...] el Dios, que se nos da a conocer en Jesús (el Dios que se nos reveló en Jesús), sólo se hace presente “en forma de esclavo”. Con lo cual estamos afirmando que Dios ha renunciado definitivamente a toda grandeza, a toda majestad, a toda expresión de poder. Es decir, al Dios de Jesús sólo se le encuentra en lo que puede representar un esclavo en el presente orden establecido, o sea en este mundo. Lo cual es la renuncia total a toda condición sagrada, a todo privilegio y a toda distinción. Por tanto, en la medida en que nos acercamos a esta forma de estar en el mundo y nos ponemos de parte de cuantos viven en ella, en esa misma medida nos acercamos a Dios. Andan, por tanto, desconcertados, perdidos y extraviados, todos los que (por más que sean sacerdotes, obispos o papas) pretenden aparecer en este mundo como “representantes” de un Dios que ya no puede ser representado nada más que en el vacío y el despojo de los últimos, “los nadies” de este mundo.
Por todo esto se debe decir que la correcta comprensión del cristianismo es la que lo interpreta como un movimiento no-religioso. Dios, en Jesús, no se encarnó en “lo sagrado”, como tampoco se encarnó en “lo religioso”. Dios, en Jesús, se encarnó en “lo humano”. La experiencia nos enseña que las religiones, por más cierta que sea su influencia positiva y enormemente benéfica para muchas personas, no es menos verdad que también es cierto el hecho de que con frecuencia las religiones dividen a los individuos y a los grupos humanos, alejan, enfrentan y, de una forma o de otra, generan violencia, descalificación, humillación e incluso, en no pocos casos, han provocado (y siguen provocando) muerte. Por eso, yo no puedo entender a Jesús como fundador de una religión que desencadena los conflictos, persecuciones, condenas y sufrimientos que históricamente ha provocado el cristianismo. Todo lo contrario, mi convicción más firme es que Jesús está, no sólo por encima, sino sobre todo está en contra de todas esas atrocidades y de las condiciones que las han hecho posibles, las han justificado y las han fomentado.
Pero no sólo esto. Estoy profundamente convencido de que Jesús es patrimonio de toda la humanidad. Quiero decir: Jesús no es propiedad del cristianismo. Ni es pertenencia exclusiva de los cristianos o de la Iglesia. De ahí que, a mi manera de ver, ha sido el cristianismo, ha sido la Iglesia, la que se ha apropiado de Jesús y lo ha presentado como el centro y el contenido fundamental de una religión determinada, la religión cristiana. En realidad, lo que tendría que haber hecho la Iglesia es tener la libertad, el coraje y la honestidad de presentar a Jesús como la realización plena de lo más profundamente humano, de lo plenamente humano, de lo mínimamente humano, de aquello que, por encima de culturas, tradiciones, costumbres y creencias religiosas, constituye el logro de los anhelos de humanidad y de ultimidad que todos llevamos inscritos en lo más básico de nuestro ser.
Para leer el discurso completo, aquí
En cuanto a la crisis actual de la fe en Dios, lo primero que deberíamos tener claro es que semejante crisis no tiene su explicación última, ni normalmente está motivada, por las razones que con frecuencia suelen aducir teólogos, sacerdotes y obispos cuando se refieren a este asunto. Mucha gente no ha dejado de creer en Dios por causa de la degeneración moral y de los pecados, de los que tanto suele hablar el clero. Ni es correcto decir que se ha perdido la fe porque vivimos en una cultura laicista, secularizada y relativista, en la que se han perdido los “valores absolutos” porque los avances incontrolados de la ciencia y la tecnología han desplazado a Dios del centro de la vida. Sin duda, hay personas que, en sus problemas de fe, están influenciadas por todo eso. Y por otras posibles causas que nadie se imagina. Pero - ya digo - el centro del problema no está en nada de eso. Como muy bien ha escrito recientemente el profesor Juan de Dios Martín Velasco, “la actual crisis de Dios sólo ha podido desencadenarse debido a la forma falseada de presentar a Dios y de vivir la relación con él, que se había extendido por las Iglesias cristianas sobre todo en la época moderna”, Mucha gente no ha abandonado su creencia en Dios porque se trata de gente que se ha pervertido, sino porque a la gente se le ha ofrecido una imagen de Dios tan deformada, que Dios, para muchos ciudadanos, resulta inaceptable o incluso insoportable.
El problema de Dios no está, ni puede estar, en creer en lo incognoscible, en lo indemostrable, incluso en lo absurdo. Una relación con Dios, que se plantea desde semejante presupuesto, es una relación llamada inevitablemente al fracaso. En este sentido, y si pensamos en la fe sólo como creencia (conjunto de saberes que afirmamos y defendemos racionalmente), se puede afirmar que, “desde el punto de vista filosófico o psicológico, la fe no es ninguna virtud, sino un vicio, no constituye excelencia alguna, sino un defecto, un fallo del aparato cognitivo. Creer lo que no podemos ver ni comprender ni demostrar, creer lo absurdo, creer lo increíble, es más bien una patología mental que una virtud o excelencia que merezca recompensa alguna” [Jesús Mosterín]
En definitiva, la exactitud y corrección de nuestra relación con Dios no consiste en la exactitud y corrección de nuestras ideas religiosas, sino en la exactitud y corrección de nuestra conducta. O, dicho con otras palabras: la relación del ser humano con Dios no se verifica mediante la fe, sino mediante la ética. No se juega en el ámbito de la creencia, sino en el ámbito de la conducta.
Las ciencias humanas nos han enseñado hasta la saciedad que los saberes y los comportamientos de los seres humanos están, desde su raíz, condicionados y determinados, no sólo por contenidos mentales, que expresamos mediante signos, sino sobre todo por experiencias (con sentido de totalidad), que comunicamos mediante símbolos. Por esto, ni la ciencia, ni los conocimientos que nos apasionan, ni las relaciones humanas, ni (menos aún) las convicciones, que dan sentido a nuestra vida, nada de eso está determinado solamente por razones y verdades, sino sobre todo por experiencias y símbolos.
Por esto se comprende la gran paradoja que consiste en que, no obstante la contradicción racional que entraña el problema de Dios, las creencias religiosas movilizan en el ser humano la fuerza de experiencias y de símbolos mediante los que tales experiencias se expresan. Símbolos que son, según la certera formulación de Paul Ricoeur, los “centinelas del horizonte” último de nuestra inmanencia. Y símbolos también por los que sabemos y experimentamos que el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia.
Jesús, por tanto, representa y significa que en lo humano, y sólo en lo humano, es donde podemos encontrar a Dios y donde podemos relacionarnos con Dios. [...] el Dios, que se nos da a conocer en Jesús (el Dios que se nos reveló en Jesús), sólo se hace presente “en forma de esclavo”. Con lo cual estamos afirmando que Dios ha renunciado definitivamente a toda grandeza, a toda majestad, a toda expresión de poder. Es decir, al Dios de Jesús sólo se le encuentra en lo que puede representar un esclavo en el presente orden establecido, o sea en este mundo. Lo cual es la renuncia total a toda condición sagrada, a todo privilegio y a toda distinción. Por tanto, en la medida en que nos acercamos a esta forma de estar en el mundo y nos ponemos de parte de cuantos viven en ella, en esa misma medida nos acercamos a Dios. Andan, por tanto, desconcertados, perdidos y extraviados, todos los que (por más que sean sacerdotes, obispos o papas) pretenden aparecer en este mundo como “representantes” de un Dios que ya no puede ser representado nada más que en el vacío y el despojo de los últimos, “los nadies” de este mundo.
Por todo esto se debe decir que la correcta comprensión del cristianismo es la que lo interpreta como un movimiento no-religioso. Dios, en Jesús, no se encarnó en “lo sagrado”, como tampoco se encarnó en “lo religioso”. Dios, en Jesús, se encarnó en “lo humano”. La experiencia nos enseña que las religiones, por más cierta que sea su influencia positiva y enormemente benéfica para muchas personas, no es menos verdad que también es cierto el hecho de que con frecuencia las religiones dividen a los individuos y a los grupos humanos, alejan, enfrentan y, de una forma o de otra, generan violencia, descalificación, humillación e incluso, en no pocos casos, han provocado (y siguen provocando) muerte. Por eso, yo no puedo entender a Jesús como fundador de una religión que desencadena los conflictos, persecuciones, condenas y sufrimientos que históricamente ha provocado el cristianismo. Todo lo contrario, mi convicción más firme es que Jesús está, no sólo por encima, sino sobre todo está en contra de todas esas atrocidades y de las condiciones que las han hecho posibles, las han justificado y las han fomentado.
Pero no sólo esto. Estoy profundamente convencido de que Jesús es patrimonio de toda la humanidad. Quiero decir: Jesús no es propiedad del cristianismo. Ni es pertenencia exclusiva de los cristianos o de la Iglesia. De ahí que, a mi manera de ver, ha sido el cristianismo, ha sido la Iglesia, la que se ha apropiado de Jesús y lo ha presentado como el centro y el contenido fundamental de una religión determinada, la religión cristiana. En realidad, lo que tendría que haber hecho la Iglesia es tener la libertad, el coraje y la honestidad de presentar a Jesús como la realización plena de lo más profundamente humano, de lo plenamente humano, de lo mínimamente humano, de aquello que, por encima de culturas, tradiciones, costumbres y creencias religiosas, constituye el logro de los anhelos de humanidad y de ultimidad que todos llevamos inscritos en lo más básico de nuestro ser.
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