El
estreno de una peli muy chula de ciencia-ficción sobre cyborgs y
cuerpos artificiales me ha hecho pensar en ciertas ideas que
coinciden con el libro que acabo de leer, Yo no soy mi cerebro,
de Markus Gabriel. El concepto principal que cuestiona este filósofo
alemán es lo que él llama “neurocentrismo”, la tendencia actual
de la neurobiología a considerar que el cerebro es el origen y el
final de todo lo humano. La ciencia ha ocupado los lugares que hasta
ahora se consideraban propios de la filosofía y se muestra dispuesta
a dar respuesta a todas las cuestiones alrededor de las cuales se han
movido los filósofos durante siglos: el porqué de todo está en el
cerebro y sus sinapsis. A cada momento aparecen noticias sobre el
descubrimiento de la zona del cerebro donde está localizado el amor,
el humor, el optimismo, etc. La cultura, la sociedad, los valores,
todo tiene su rinconcito en el cerebro y se explica por una descarga
eléctrica entre neuronas.
Todo
esto se parece a lo que escribí a raíz del libro de Patrick Harpur
sobre los fenómenos paranormales, en que me refería a aquellas
personas para las que la realidad sólo es aquello físicamente
medible y cuantificable, aquello que abarca el campo de estudio de
las ciencias naturales. Evidentemente, el cerebro como órgano físico
entra dentro de ese campo, y, desde el punto de vista material, todo
se origina en él. Pero en el cerebro, aparte de neuronas, también
hay una mente. Y la mente no es una cosa cuantificable que
entre dentro de las ciencias naturales.
Usaré
una metáfora muy simplificadora: si quiero ir al trabajo en
bicicleta, por supuesto necesito una bicicleta. Es un elemento
imprescindible. Pero en la bicicleta no está incluido el hecho de
que yo vaya al trabajo pedaleando. Ir al trabajo no es una cosa
que se encuentre en algún lugar de los engranajes de la bicicleta.
También es necesario que yo sepa llevar una bicicleta. Puede que no
sepa porque cuando era pequeña mis padres no me compraron una. Eso
tampoco está en la bicicleta. O puede que sí sepa llevarla pero el
trabajo esté demasiado lejos para ir pedaleando. O puede que no
tenga trabajo. Todas estas no son cosas, sino circunstancias
que tienen que ver con mi biografía, con la sociedad en la que vivo,
todas ellas cuestiones que pertenecen a otro ámbito que el material.
Sin embargo, los científicos están convencidos de que si estudian
lo bastante los mecanismos de la bicicleta, encontrarán la respuesta
al hecho de si iré o no pedaleando al trabajo.
Esta
entronización del cerebro como definición del ser humano forma
parte de la visión actual del individuo como ser aislado. Por eso no
es extraño que en una peli se coloque un cerebro en un cuerpo
artificial y siga funcionando como persona. Vaya por delante que me
encantan las pelis de ciencia-ficción y que ya ha quedado demostrado
que soy fan de los robots y cyborgs en general. Pero también sé que
la ciencia-ficción no habla del futuro, sino que es una reflexión
sobre las inquietudes del presente, y que los robots de esas pelis
son una manera de preguntarnos sobre los límites de la identidad
humana. Dejando aparte eso, la idea de cerebros autónomos no deja de
resucitar antiguos dualismos (cambiando el alma-cuerpo por el
cerebro-cuerpo), al considerar que el cuerpo es desechable. No,
siento decirlo, el cerebro ES cuerpo, y sus tripas, su hígado y sus
arterias forman parte de él. Un cerebro sin su cuerpo es un cerebro
amputado, lo que no creo que pueda hacerse sin perjuicio del mismo.
¿Cuánto se puede ir quitando, órgano a órgano, sin dejar de ser
persona? No sé cuál sería el resultado final, pero sin duda no la
misma persona que era al principio.
Estoy
hablando de dos cosas distintas pero que en cierta manera están
conectadas. Por un lado, la reducción de la mente a lo biológico,
al cerebro; y por otro, la consideración del cerebro como único
órgano imprescindible del ser humano, desligado del resto del
cuerpo. En realidad, los dos conceptos llevan a una especie de
mecanicismo: la mente se explica por una serie de procesos
automáticos; y el cerebro es el núcleo central de una máquina en
la que el resto de piezas son sustituibles.
Porque,
dando un paso más allá, la preponderancia del cerebro lleva a la
ciencia-ficción y a la ciencia no-ficción a imaginar que es
semejante a un ordenador, un tipo de procesador de información, y
que, por tanto, tarde o temprano se podría realizar el sueño de
Sheldon de The Big Bang Theory y descargar el cerebro de una
persona en una computadora, que ya no sea un cuerpo mortal y por
tanto pueda vivir eternamente. O, por qué no, subirlo a la nube
y que viva libre de restricciones físicas en la vasta red de
internet.
Esto
nos lleva, directamente, al hecho de que las máquinas puedan tener
conciencia: una vez más, el argumento de muchas películas y series
sobre robots tan inteligentes que, inevitablemente, se vuelven seres
vivos. Si el cerebro biológico es como un ordenador, no hay nada que
impida a un ordenador ser tan complejo como un cerebro. Y ya lo
tenemos. Hoy en día ya hay muchos expertos trabajando para conseguir
ordenadores que piensen como personas, y aunque sea en un futuro, no
se descarta que se lleguen a construir ordenadores pensantes que no
se distinguirán en nada de los humanos, incluidas las emociones o la
empatía.
Sobre
este tema, me remito a los argumentos del filósofo John Searle, en
que básicamente cuestiona lo que llama “mística de la
ciencia-ficción”. Si se programa una máquina para que, por
ejemplo, reconozca la cara de tristeza de su usuario, y por tanto le
pregunte cómo se encuentra, no tenemos una máquina que tiene
empatía, sino que actúa como si tuviera empatía. Se la
puede programar para que todas sus reacciones sean perfectas y
sutiles al más alto nivel de interacción humana, pero la máquina
seguiría sin sentir nada. Cierto punto de vista sugiere que, dado un
sistema de gran complejidad, él mismo generaría sus reacciones por
decisión propia. Bueno, aquí yo me encuentro con este escollo: ¿y
para qué querría una máquina pensar como un ser humano? Ya sé que
nos han vendido eso de que somos el cénit de la evolución, pero la
verdad es que como diseño somos un apaño. La naturaleza trabaja con
lo que tiene y nunca puede deshacer lo hecho. Por eso las ballenas
tienen pulmones y no les han vuelto a salir branquias, y por eso
padecemos dolor de cervicales, porque nuestras vértebras de
cuadrúpedo no funcionan demasiado para un bípedo. Y nuestra manera
de pensar también es el resultado de su pasado evolutivo. ¿Queremos
crear un ordenador que piense como un ser humano? ¿Que tenga
subconsciente y traumas reprimidos? ¿Que tenga instintos e impulsos,
intuiciones y prejuicios? Si pensamos evitar todo eso, y dejar tan
sólo el limpio raciocinio, caemos en la trampa de la humanidad
mejorada, libre de los defectos humanos, y lo que en realidad
queremos crear son ordenadores-ángeles. Y nadie sabe cómo piensa un
ángel.
Entonces,
tal vez podamos dejar a los ordenadores que creen su propia manera de
pensar y su propia conciencia. Hasta ahora, el único ser con
conciencia conocido es el ser humano. Si puede existir un tipo de
conciencia que no sea como la nuestra, quizá simplemente seamos
incapaces de reconocerla. Quizá ni siquiera se pueda llamar
conciencia. Todo esto ya es demasiado abstracto.
Resumiendo
el tema de los ordenadores-como-cerebros, de los
cerebros-ordenadores, de los cerebros metidos en cuerpos
intercambiables, la conclusión a la que quiero llegar es que:
1º:
un cerebro es un órgano vivo, y no es comparable ni reconvertible en
una máquina, porque es orgánico y no puede dejar de serlo sin dejar
de ser un cerebro, y porque es fruto de la evolución humana, con sus
“defectos” y “peculiaridades” que no se pueden reparar sin
que deje de ser humano.
Y
2º: el pensamiento humano no se reduce al cerebro, aunque no pueda
existir sin él. El cerebro produce una mente, y la mente va más
allá de lo orgánico. Por eso no puede ser sólo un conjunto de
datos convertible a lenguaje binario que se cargue en un ordenador o
se suba a la red. La identidad humana se construye socialmente, y
nadie existe por sí solo, sino que todo lo que es depende de toda la
humanidad, de toda su historia y todos sus condicionantes sociales.
Ni siquiera un náufrago en una isla desierta deja de ser un sujeto
social, porque los “otros” están dentro de él. El humor no se
localiza en un rincón del cerebro (aunque éste se active en un
escáner al escuchar un chiste); el humor es una complejísima
construcción colectiva en que las personas participan según su
carácter, su historia personal y su cultura, y cuyos propósitos o
funciones apenas pueden enumerarse.
Esperar
que los ordenadores o su versión robótica simplemente se despierten
un día con conciencia, sólo porque son complejos, o porque los han
programado con algo parecido a una mente humana (de la que apenas
sabemos a día de hoy qué es en realidad), es mucho pedir. Esperar
que se recree en ellos, no sólo la evolución biológica y cultural
humana, sino todos los aspectos colectivos fruto de la historia de la
especie, es simplemente imposible. Y creer que el siguiente paso de
la evolución humana es sustituir nuestros débiles cuerpos por otros
mejorados a base de implantarnos tecnología, que corregirá los
defectos de la naturaleza, esconde más bien un rechazo a lo físico
y una tendencia a cosificar a las personas.
El
punto de vista de la humanidad como individuos limitados por su
organismo y supeditados a sus procesos biológicos es, una vez más,
una construcción social. La ciencia es el mejor instrumento que
hemos encontrado para estudiar el mundo natural, pero la ciencia
también es una construcción social, y por tanto también sometida a
nuestros defectos y pretensiones. La tendencia a identificar todo lo
humano con lo científicamente estudiable es un reduccionismo. Otro
punto de vista podría ver a la humanidad como una serie de procesos
colectivos recreándose y reformulándose de unos individuos a otros
(me remito a la historia de la filosofía que ha dicho mucho sobre
esto y mejor que yo). La teoría de que, lo que no es material, es
simplemente fantasía, no ayuda mucho a explicarnos como seres
humanos. Gabriel dice: “El neurocentrismo supone que somos una cosa
entre las cosas y que solo hay cosas. Yo soy una cosa-cerebro, usted
es otra. (…) Pero es un error que solo haya cosas, porque hay,
además, valores, esperanzas y números, que no pasan fácilmente por
cosas”. Como dije a propósito del libro de Patrick Harpur, la
realidad a la que tenemos acceso a través de nuestra mente es mucho
más compleja que una simple colección de cosas. Las ideas sobre
cyborgs, cuerpos artificiales y ordenadores-cerebros son fruto de las
inquietudes y elaboraciones de estas mentes nuestras capaces de ir
más allá de todo lo posible. Aunque, en el mundo físico, cosas
como esas nunca lleguen a existir.
Lectura recomendada: Yo no soy mi cerebro. Filosofía de la mente para el siglo XXI. Markus Gabriel. Ediciones de Pasado y Presente, 2016.
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