Los
libros de suertes son, como dijo alguien, libros que no son para ser
leídos.
Están pensados para ir saltando por sus páginas, para recorrerlos
como laberintos, de una opción a otra. Son libros-juego,
libros-divertimento y también libros-joya, con imágenes
sorprendentes a la vuelta de cada página. Ofrecen todas las
posibilidades mágicas y maravillantes de que es capaz ese universo
encuadernado que es un libro.
Los
libros de suertes son un producto típico del Renacimiento. Aunque
hubieran existido antes técnicas de adivinación parecidas, fue en
esa época amante del juego, de la estética y de las ceremonias
donde tomó forma un tipo de divertimento cortesano, con elementos de
mitología y cultura clásica y un trasfondo ya muy estereotipado de
ideas neoplatónicas. La misma cultura que se reflejaba en los
desfiles triunfales, en las alegorías, en la heráldica y en todo
tipo de juegos, como las barajas de cartas que se popularizaban
enormemente, consagraba el azar como un tipo de oráculo con fines
sobre todo de diversión. Es un azar ligado a sistemas combinatorios,
que mezcla las matemáticas con la astrología (herencia de la Edad
Media pero sin duda muy viva en la época) para darle un cierto cariz
científico a la predicción del futuro.
Un
libro de suertes contiene un mecanismo básico: primero, una serie de
preguntas establecidas, del tipo “¿es conveniente hacer un
viaje?”, o “¿encontraré lo que he perdido”?, o “¿mi
enamorado me es infiel?”. A menudo abundan las preguntas frívolas,
lo que ya da una idea de las expectativas que ofrece esta clase de
obra. Cada pregunta dirige a una sección, que puede ser una lista,
un cuadro o una rueda con diferentes opciones. Ahí, con la ayuda de
dados, cartas de la baraja o algún otro sistema de suertes, cada
opción va redirigiendo a otra, para acabar en la última parte del
libro, donde una serie de profetas dan la respuesta deseada, en forma
de pareados o versitos, con más o menos ingenio y gracia. El encanto
de la obra reside en la complejidad del mecanismo, que es
innecesariamente largo, con la única finalidad de hacer durar la
diversión. Y por supuesto, en el hecho de que los vaivenes de la
adivinación son conducidos por toda clase de ninfas y musas, de
personajes mitológicos, de signos del zodíaco, de animales
heráldicos, de planetas y dioses clásicos. Todo este aparato
mitológico y artístico es el que diferencia este libro de sus
precedentes medievales, que eran simples listas con poco interés
creativo. Cada página, con sus esquemas y ruedas, es una obra de
arte y un disfrute para la vista.
Uno
de los primeros ejemplares que se conocen es aún un libro
manuscrito, creado por Lorenzo Spirito Gualtieri en 1482 en Perugia,
e ilustrado más tarde exquisitamente. Las 20 preguntas remiten a una
lista de 20 reyes (bíblicos o históricos) y de ahí a un signo del
zodíaco (a los 12 originales se han añadido algunos planetas para
poder llegar a 20 también). Cada signo ofrece una lista con las
posibles combinaciones de una tirada de tres dados, y según el
resultado se va a parar a una esfera con una lista de ríos (28
dentro y 28 fuera). Con la elección de un río se va a parar a la
última parte del libro, la respuesta de un profeta, de los que
también hay 20, con 56 respuestas cada uno, lo que da un total de
1120 poemitas de tres versos. Esta obra debió de hacerse tan
popular, que en poco tiempo aparecieron ediciones impresas y
traducciones a diferentes idiomas europeos. Una de ellas, al
castellano, fue editada en Valencia en 1528 por Juan Joffre, y ayudó
a difundir este tipo de obra en la Península.
Precisamente
en la literatura española aparece una conocida mención de los
libros de suertes en la novela de Lope de Vega Arcadia (1592-94),
en la que sus cultos pastores se entretienen con uno de este tipo.
Dice del libro una de las protagonistas: “yo le prometí los días
pasados para jugar y entretenerse con sus amigas, su título es De
suertes. Lo que contiene es buscarlas por la tabla y acudir a los
lugares donde se hallan, para tomar de ellas buenos agüeros y
pronósticos”. El tono es paródico, sobre todo si tenemos en
cuenta la respuesta que recibe el Rústico que pregunta sobre su
futura esposa, que se le pronostica bastante casquivana: “no
dormirás una hora sin cuidado; naturaleza tienes de unicornio;
pregunta lo demás a capricornio”; las referencias mitológicas
aquí van más por la cornamenta que por amor a los clásicos.
A
lo largo del siglo XVI el género se populariza, y en la realización
de nuevos ejemplares impresos participan todo tipo de creadores, como
poetas e ilustradores representantes del humanismo italiano.
Uno
de ellos es el Triompho di Fortuna de Segismondo Fanti,
matemático y astrónomo de Ferrara, impreso en Venecia en 1527. El
sistema se hace más complejo, y aquí aparecen ya 72 preguntas.
Sorprende que algunas tengan un carácter filosófico, como “cuál
es la naturaleza del hombre” o “si el mundo tendrá fin, y
cuándo”.
Las
preguntas envían a doce casas señoriales italianas, de aquí a 72
ruedas (presididas por todo tipo de elementos como las artes
liberales, las virtudes o los pecados, animales o dioses, y adornadas
con personajes históricos clásicos, filósofos, artistas y poetas),
donde el siguiente paso se puede elegir, o bien con una tirada de
dados, o según la hora en que se está haciendo la consulta.
De
ahí se va a 36 esferas (con elementos celestiales como planetas,
constelaciones y signos del zodíaco), y se llega a las respuestas de
63 profetas y 11 sibilas (cada uno da 22 respuestas, lo que hace un
total de 1628 poemas). Cada poema de cuatro versos está ilustrado
con un diagrama astrológico y una pequeña viñeta alegórica.
Libro
completo en Google Books
Otra
propuesta es Le sorti intitolate giardino d’i pensieri, de
Francesco Marcolini, también impreso en Venecia, en 1540. Contiene
100 grabados, divididos en 50 alegorías y 50 filósofos. Comienza
con 50 preguntas, que tienen la peculiaridad de ser 13 sólo para
hombres, 13 para mujeres, y 24 para ambos. Eligiendo al azar cartas
de la baraja, se va a las alegorías, que incluyen todo tipo de
conceptos morales, virtudes, vicios, condiciones humanas (el tiempo,
el dolor, la riqueza, el saber, el honor, el destino...), en el mejor
estilo de la emblemática renacentista. Este libro no presenta ruedas
ni diagramas, pero es especialmente laberíntico, pues va enviando al
consultante de un cuadro a otro, atrás y adelante por sus páginas,
eligiendo una carta tras otra, hasta que se llega a la respuesta
final (45 poemas de tres versos por cada filósofo, en total 2250
poemas).
El
libro completo aquí
Es
de suponer que estos libros, tesoros de excelente calidad, se sacaban
en las celebraciones sociales o en las sobremesas, en reuniones de
amigos o familiares, con el objetivo de pasar un rato divertido con
un cariz de cultura y arte añadido. No entendió este carácter
lúdico la Iglesia, que acabó prohibiéndolos en varios países. Con
el tiempo, la cultura humanista, con su afición por los dioses
paganos y los influjos planetarios, se fue haciendo sospechosa a los
ojos de una Iglesia endurecida a causa de la Contrarreforma, que de
todas formas nunca aprobó las prácticas de adivinación o consultas
del futuro (que fácilmente fomentaban el trato con demonios), ni
tampoco el uso del azar, demasiado relacionado con el juego, las
apuestas y sus muchos vicios. Así, estos libros dejaron de editarse
y muchos ejemplares fueron destruidos.
Somos
muy afortunados de poder disfrutar de los pocos que quedan. A mí me
fascinó descubrirlos, precisamente porque son una combinación de
dos cosas que me gustan tanto: libros y juegos. Me di cuenta de
que el tablero es el propio libro, como una oca o un parchís en que,
para avanzar de una casilla a otra, se han de pasar las páginas.
Así, el tablero se vuelve multidimensional, casi infinito. La
predicción del futuro no me importa tanto, excepto por ese
catalizador de posibilidades que es el azar, de los dados o de las
cartas. Pero es interesante colocarse en la mentalidad de aquella
época que también dio a luz el juego del tarot, y comprender cómo,
para ellos, era lo más natural que las intersecciones de los
planetas se reflejaran en los dados, que las alegorías captaran las
grandes verdades sobre el universo, y cómo todo ello se podía vivir
con espíritu juguetón, como un aliciente más para la vida.
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