La
galería Mayoral de Barcelona ha dedicado una exposición a Manolo
Millares, uno de esos pintores que exigen ser vistos en vivo y en
directo. Cuando los cuadros se salen de la pared y están construidos
con una materia tan táctil, no hay fotografía posible que pueda
estar a la altura del original.
No
sé qué me sorprende más, si que en la España desolada y rancia de
los años 50 y 60 surgieran creadores tan extremos y modernos como
los del grupo El Paso (Luis Feito, Rafael Canogar, Antonio Saura,
Martín Chirino, etc., aparte del mismo Millares), o que a día de
hoy estas estrellas de fama internacional sean tan ignoradas, excepto
en su correspondiente mundillo.
A
Manolo Millares le impactaron, durante su infancia en Las Palmas de
Gran Canaria, las momias guanches que fue a ver al museo local:
restos humanos envueltos en pobres sacos de arpillera. Viendo esta
exposición parece que nunca ha representado otra cosa, porque en sus
telas troceadas las masas de saco recosido y hecho jirones no son
otra cosa que cuerpos desmembrados y huesos. Al fondo natural del
saco sólo se le añaden negros devoradores, blancos luminosos y
perturbadoras salpicaduras de rojo. Las guerras y la miseria del
siglo XX pudieron inspirarlos, pero resultan intemporales como
reflejo de todo lo dolorosamente humano. También, como indica la
comisaria Elena Sorokina, debe percibirse la otra cara de la moneda:
con sus costuras y sus cicatrices, la materia se sostiene y sigue
viva, es la curación y la supervivencia, aunque sea tan precaria.
La
exposición incluía un documental en que el propio Millares exponía
la forma en que abordaba su trabajo y algunas metáforas reveladoras:
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