Robert Louis
Stevenson nació en Edimburgo el 13 de noviembre de 1850, hijo de una
familia de ingenieros náuticos que se dedicaban a construir faros en
las costas escocesas. Al ser un niño enfermizo no acudió a la
escuela, sino que se quedó al cargo de una niñera que iluminó su
infancia con historias fantásticas del folclore celta. Cuando más
tarde acudió a la universidad, Stevenson se decantó por un tipo de
vida bohemia que provocó la ruptura con su conservadora familia.
Pronto sintió la llamada del viaje: en el sur de Francia se enamoró
de una americana casada diez años mayor que él, Fanny Ousborne.
Después de su divorcio y la boda, junto con el hijo de ella, Lloyd,
la nueva familia regresó a Escocia y se reconcilió con los
Stevenson. Fue al pequeño Lloyd a quien le empezó a contar las
historias de piratas que se convirtieron en La isla del tesoro,
al que siguieron otros éxitos como El extraño caso del Dr.
Jekill y Mr. Hyde. Mientras tanto, se iban produciendo recaídas
de salud y más viajes buscando climas más cálidos para su
declarada tuberculosis: el destino final serían los Mares del Sur.
En 1888, se embarcó en una ruta por las islas Marquesas, Tuamotú,
Hawai, las islas Gilbert y Samoa. Su viaje de dieciocho meses fue
relatado en la obra En los Mares del Sur, donde Stevenson
queda atrapado por el encanto de la mítica visión europea del
paraíso en la tierra, al mismo tiempo que canta la elegía de un
paraíso cuya destrucción era inevitable.
Las islas de
los Mares de Sur habían sido consideradas un paraíso terrenal
habitado por seres inocentes desde la llegada de los primeros
exploradores, como Bouganville, hasta Gauguin, que muchos años
después prácticamente calcaba sus palabras: “Los veía vivir
felices, apacibles, alrededor mío, sin realizar más esfuerzo que el
esencial para satisfacer las necesidades cotidianas”. Stevenson
también los describe con rasgos infantiles: risueños, caprichosos,
asustadizos, más interesados en la diversión que en el trabajo.
Pero al mismo tiempo, muy acogedores, lo que junto a la espléndida
naturaleza le provoca una atracción tan irresistible, que adivina ya
que no podrá marchar nunca de este paraíso.
Pero junto a
los viajeros románticamente extasiados, habían llegado a las islas
del Pacífico los colonizadores y los hombres de negocios, deseosos
de acaparar todas sus riquezas y de explotar sus posibilidades
mercantiles, para los que la idea de un jardín del Edén habitado
por criaturas inocentes era una molestia. Se empezó a difundir
entonces la otra versión del nativo, la del salvaje caníbal, un ser
infrahumano y demoníaco que no merecía vivir. La imaginería
occidental se llenó de visiones de los blancos cuerpos de misioneros
y exploradores despedazados y devorados por bestias ansiosas.
Stevenson recoge historias sobre conocidos ex-caníbales y sus
festines de ‘cerdo largo’ (carne humana), pero hace una
interpretación en clave cultural, relativa: “nosotros mismos
tenemos la misma apariencia ante los ojos de los budistas y los
vegetarianos. Consumimos el cuerpo muerto de criaturas”.
Desde el
primer contacto con el hombre blanco, la extinción de los polinesios
era inevitable, primero por la introducción de enfermedades
devastadoras: “Se dice que en la tribu de Hapaa eran unos
cuatrocientos, cuando brotó la viruela y exterminó a uno de cada
cuatro. Seis meses más tarde, una mujer cayó enferma con
tuberculosis; el mal se propagó como un fuego por el valle, y en
menos de un año, dos supervivientes, un hombre y una mujer, huyeron
de la soledad recién creada.” A lo cual se añadió una
explotación salvaje de los nativos como mano de obra esclava,
incluyendo deportaciones a diferentes territorios coloniales. Los
propios polinesios eran conscientes de su fin, como queda reflejado
en uno de los pasajes más conmovedores del libro, cuando una joven
madre se dirige a Stevenson afirmando: “«Ici pas de Kanakes»,
dijo, y quitando al bebé de su pecho, lo tendió hacia mí con ambas
manos. «Tenez, un bebé pequeño como ésta; luego muerto. Todos los
Kanacas mueren. Luego nada más»” .
Pero los
polinesios supervivientes tenían que hacer frente a un tercer
factor: el choque cultural. Desde occidente, su sociedad tradicional
era percibida como depravada, y multitud de congregaciones religiosas
llegaron a las islas del Pacífico para salvar sus almas. Fue
prohibida su religión y muchos aspectos de su folclore,
especialmente la música y el baile. Fueron obligados a vestir a la
europea, en un intento de inculcarles un sentido del pudor y del
pecado que muchas veces no comprendían, pero que no tuvieron más
remedio que asimilar por la fuerza. Stevenson describe el panorama de
las islas Tuamotú, después del paso de algunos misioneros, como un
caos en que los nativos, confusos por no haber captado el sentido de
las enseñanzas recibidas, se perdían en una multitud de partidos y
sectas enfrentadas por motivos oscuros. En Tuamotú estaban divididos
entre católicos y mormones, con un constante trasvase de fieles
entre unos y otros. Los mormones, a su vez, poco fieles a las
enseñanzas originales, se habían dividido en israelitas y
kanitus por motivos de método, y una tercera secta, los
whistlers, incluía el trato con espíritus. En todo caso, la
pérdida de sus estructuras sociales tradicionales y el acoso
constante y a veces contradictorio de las diferentes iglesias habían
dejado a los polinesios en un estado de hundimiento emocional, hasta
el punto que “el ahorcarse está de moda” y la vida se había
convertido “en no merecedora de ser vivida para sus conversos. […]
El cambio de costumbres es más sangriento que un bombardeo”.
Stevenson y su esposa Fanny, felizmente transformados en habitantes polinesios
Finalmente,
los polinesios acabaron convertidos en una minoría en su propia
tierra, arrinconados por el progreso traído de occidente que
trasplantó Europa a sus islas tropicales. Ya en 1897 Gauguin se
sintió decepcionado al llegar a la capital de Tahití: “Aquello
era Europa […] ¡Haber hecho un viaje tan largo para encontrar eso,
para encontrar lo mismo de que venía huyendo!”. Sensación que
experimentarían los viajeros a lo largo del siglo siguiente, ya que
todos ellos acudirían buscando la imagen de paraíso que perpetuaban
las postales y las películas, para encontrar que el paraíso había
sido extirpado y reconstruido como atracción turística.
Toda la familia Stevenson y sus sirvientes reunidos en el portal de su casa de Upolu, llamada Vailima: el paliducho Robert Louis, sentado en el centro; a ambos lados su esposa Fanny y su madre; en pie el hijo de su esposa, Lloyd y sentada ante su madre, su otra hija Belle.
El viaje de
Stevenson acabó en Samoa, donde se instaló con toda su familia en
la isla de Upolu. En sus últimos años le tocó presenciar las
luchas entre ingleses, alemanes y norteamericanos por hacerse con el
poder en las islas, manipulando y amenazando a los nativos y a su
rey. El escritor usó su prestigio para llamar la atención de los
europeos y se posicionó decididamente al lado de los nativos, pero
pronto la muerte les dejó sin su apoyo, ya que la tuberculosis se lo
llevó el 3 de diciembre de 1894, a los 44 años. En los Mares del
Sur es una crónica romántica, divertida y crítica de su
descubrimiento de las islas del Pacífico, y es también el relato de
su enamoramiento de unos paisajes y de unas gentes con las que se
identificaba, hasta el punto de convertirse en el lugar de su último
descanso. En lo alto del monte Vaea se encuentra su tumba, sobre la
que está escrito, en samoano: “Esta es la
tumba de Tusitala [el
contador de historias]”. Y en
inglés, su poema “Requiem”:
Under
the wide and starry sky
Dig
the grave and let me lie.
Glad
did I live and gladly die
And
I laid me down with a will.
This
be the verse you grave for me:
Here
he lies where he longed to be;
Home
is the sailor, home from the sea,
And
the hunter home from the hill.
-STEVENSON,
R. L., 1994, En los Mares del Sur. Madrid, Valdemar.
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