La intolerancia y sus paradojas

 

Intolerancia: al escribir esta palabra me viene a la mente la película de D.W. Griffith de 1916 con ese mismo título. La dirigió un año después del estreno de El nacimiento de una nación, en respuesta a las críticas que le acusaban de hacer una apología del racismo. Yo no soy racista, parece decir, mirad cómo ilustro y condeno perfectamente la intolerancia, y lo hace a través de diferentes historias de injusticia, como la caída de Babilonia, la matanza de los hugonotes, la historia de un obrero en huelga perseguido, y (modestia aparte) la pasión de Cristo. Ambas películas son monumentos de la historia del cine y precursoras del lenguaje cinematográfico, pero sí, El nacimiento... era una película racista, de un racismo grotesco y nauseabundo, a un nivel que resultó escandaloso incluso para su época, y no es posible anularlo con otra película progresista. La paradoja y la contradicción quedan ahí para siempre.


Desconozco cuáles eran las ideas concretas de Griffith, pero resultó también precursor en una actitud que ahora se ha puesto de moda. A propósito de las últimas polémicas sobre la libertad de expresión, y la censura de algunas redes sociales a según qué mensajes, una serie de personajes que han manifestado o compartido ideas de odio o de intolerancia reclaman sus derechos y se sienten perseguidos. Argumentan que la democracia debe permitir la discrepancia, y que en cambio, es propio de una dictadura el que alguien pierda el trabajo o padezca ostracismo por sus ideas. En el caso de los artistas, me parece una muestra de hipocresía por parte de las empresas que los contratan, a las que no les importan sus ideas, sino que están únicamente preocupadas por la pérdida de clientes enfadados. Lo mismo puede decirse de las redes sociales que intentan evitar la mala publicidad, y casi todas las reacciones en este sentido tienen más de postureo que otra cosa.


Pero está bien recordar que en una democracia caben todas las ideas, es decir, todas aquellas ideas que sean democráticas. Si son ideas que atacan los derechos o las libertades de otros, no son democráticas. Se pueden tener diferentes opiniones sobre las políticas nacionales o internacionales, sobre la integridad del territorio estatal, sobre las medidas que tomar ante una crisis económica, etc. Pero la idea de que hay ciudadanos de segunda, la idea de que los derechos humanos son cuestionables y no abarcan a todo el mundo... Todas esas ideas son antidemocráticas y no están amparadas por ningún derecho. Son ideas que promueven el odio y, aunque los que las expresan no muevan un dedo, están abonando las reacciones violentas y criminales de otros que sí las llevarán a la práctica.



Se ha sacado a colación la famosa frase atribuida a Voltaire de: “no estoy de acuerdo con sus ideas, pero moriría para defender su derecho a expresarlas”, una definición ejemplar de lo que es la democracia y cómo ampara la diversidad de opinión. Históricamente, quienes lucharon por la libertad de opinión son los mismos que lucharon por las otras libertades: la de los esclavos, la de las mujeres, la libertad de culto, etc. Pero en ningún caso esta libertad estaba pensada para amparar la intolerancia. No creo que Voltaire estuviera dispuesto a morir para defender a los fanáticos, no creo que su idea de la libertad democrática incluyera arrebatar los derechos a sus conciudadanos. Precisamente, estaba luchando por lo contrario.



También se ha citado a menudo la “paradoja de la tolerancia” de Popper, en realidad un párrafo de su obra La sociedad abierta y sus enemigos. Para evitar el peligro de los resúmenes y las citas inexactas, lo transcribo aquí:

Menos conocida es la paradoja de la tolerancia: La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos, significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición seria, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñen a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos. (Nota 5 al capítulo 7)

Para evitar también el peligro de la falta de contexto, he leído también todo el libro (más de 800 páginas en la edición de Paidós). Es necesario recordar que Popper lo escribió en 1945, y que era un austríaco de origen judío, de manera que cuando hablaba de intolerancia tenía ejemplos muy patentes ante los ojos. Es difícil resumir esta obra tan extensa, pero lo más destacado es su crítica del totalitarismo, que remonta a las ideas de Platón en su República: una sociedad ideal gobernada por una élite, en la que la gran mayoría del pueblo no cuenta para nada (Platón era un aristócrata antidemocrático, esto es algo sabido). El prestigio de Platón significó que la filosofía siempre buscara esa sociedad ideal en que una clase especial debe gobernar sobre los demás porque sabe lo que les conviene. En la segunda parte del libro, Popper critica con su contundencia habitual a Hegel y a Marx; al primero, por su retórica totalitaria prusiana que dio la base ideológica al nazismo; al segundo mucho más extensamente, no por defender los derechos de los obreros que en su época padecían realmente, sino por su profecía de un futuro inevitable en que los proletarios dominarán el mundo. Ambos destinos, el de la victoriosa nación germana imponiendo su voluntad, y el de los proletarios liberados (siendo tan opuestos en apariencia), significaban promesas futuras ideales por las cuales era necesario sacrificarse en el presente, y llevaron a millones de personas a padecer horribles sufrimientos y perder sus vidas por algo que resultó falso en ambos casos.



Pero resumiendo mucho, lo que Popper quiere señalar es que la sociedad cerrada en que el individuo debe sacrificarse por la nación, por la causa, por el credo, por el paraíso futuro, la sociedad en que el individuo es un número y su vida no es lo que importa, en que es sólo un medio para un fin más alto (no en vano Popper sólo tiene buenas palabras para Kant y su imperativo categórico), es lo completo opuesto a la sociedad abierta, la sociedad democrática, en la que todos los individuos son, para empezar, iguales en derechos. Son las personas las que forman la sociedad, no la sociedad la que está por encima de las personas.



Popper se muestra defensor de las instituciones democráticas, como las únicas que pueden impedir los excesos del totalitarismo. Debió ser consciente de lo frágiles que son, y su esperanza de que los seres humanos se comporten con decencia, y de que las mentiras puedan ser “contrarrestadas con argumentos racionales” ante la opinión pública, se verían defraudadas en esta era de la información. Es necesario haber olvidado lo que significa la democracia, para no ver la diferencia entre ser despedido de tu trabajo por ser homosexual, o ser despedido por odiar a los homosexuales. Lo peor de este inicio del siglo XXI es que se ha convertido en un remake de mala calidad del siglo XX, y el que no sepa cómo acaba la película es que no ha leído un libro de historia. Los guionistas no se han molestado ni en cambiar las escenas: todo se repite igual pero con menos brillo, incluido este debate sobre la libertad de expresión.



Igual que entonces, mucha gente no es consciente del alcance de sus opiniones, no les parecen antidemocráticas (sin meditar cómo de trágicamente pueden afectar la vida de otras personas) y se alinean con ciertas corrientes o personajes por una serie de motivos muy variados: por frustración, por impotencia ante las injusticias, por la dureza de la crisis, por incapacidad de adaptarse al cambio... Ésta es la gente que reclama su libertad de expresar sus ideas y se siente acosada y censurada cuando se les denuncia o se les silencia. Desgraciadamente, no es la época de callar, meditar en lo que se ha dicho, y rectificar reconociendo el error. En lugar de eso, se levanta más el volumen hasta que el ruido se hace ensordecedor, las palabras pierden el sentido, el odio se banaliza, y se olvida a lo que conduce todo esto.



El espacio de libertad de la democracia alberga todas las libertades que son capaces de convivir entre ellas. Es un bien precioso y conseguido con mucho esfuerzo, siempre amenazado desde todos los flancos. Debe incluir la negociación, la discusión, el diálogo, pero con unos márgenes establecidos, más allá de los cuales no hay justicia. Aunque no exista una fórmula perfecta, basta aquello de “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. Nadie es perfecto y todos tenemos nuestro margen de intolerancia o de ignorancia. Esto no significa el fin de la crítica ni de la sátira; hay otra fórmula para eso: “dispara hacia arriba, nunca hacia abajo”.



La democracia tampoco es perfecta, pero es perfectible, y debe ser mejorada continuamente. Esa es la clave de la cuestión, que es el único sistema creado hasta el momento que permite la reforma continua, sin necesidad de levantarse en armas. El problema es encontrar de dónde procede el impulso para seguir haciéndolo, si no existe ninguna fe en los valores humanos. La democracia no exige amar al prójimo, pero sí verlo como a un igual. Podría citar muchos párrafos de Popper, pero me parece muy apropiado este: “Decirles a los hombres que son iguales ejerce, sin duda, una fuerte atracción sobre los sentimientos; pero esta atracción es pequeña si se la compara con la producida por la propaganda que los convence de que son superiores a los demás inferiores a ellos.” Como conclusión, no puedo decir nada nuevo, así que me remito a mi entrada “Yo no he olvidado”.

 La sociedad abierta y sus enemigos-Karl R. Popper. Paidós, 2006.

Escenas de Intolerancia-D. W. Griffith (1916).

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