Recuerda que eres mortal

 


Las reflexiones acerca de la muerte han sido una constante en toda la historia de la cultura occidental. Quizá los habitantes del presente son los únicos seres extraños que se sorprenden de ser mortales; lo cierto es que la muerte ha sido una presencia mucho más real en todas las épocas anteriores y en todos los lugares actuales fuera de esta burbuja privilegiada del primer mundo. La gente ha visto morir a sus padres, a montones de sus hijos, a sus hermanos, maridos y esposas, sabiendo que ellos serán los siguientes. 

 



Memento mori es una cita latina que, según la tradición, era lo que el esclavo que acompañaba al general romano en su desfile triunfal le iba repitiendo al oído: “recuerda que eres mortal”, para prevenir que se creyera divino. El memento mori es un género literario, como las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique: “contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se llega la muerte / tan callando.” Escritos que recuerdan la fugacidad de las cosas queridas y cómo la muerte arrasa con todo. También la vanitas es un género pictórico, que presenta en imágenes la misma reflexión: un bodegón con frutas a las que ya acecha el gusano, con instrumentos de música silenciosos, con joyas abandonadas e inútiles, y un cráneo o unos huesos que recuerdan el auténtico destino de todo ello. El memento mori también es habitual en las lápidas y en los cementerios, como aquélla en que una calavera te mira sobre una inscripción que dice: “como tú eres, yo fui; como yo soy, tú serás”.

 


Pero en realidad, pensar en la muerte y recordar que eres mortal no tiene por qué ser en sí algo deprimente, sino todo lo contrario: sería la opción de carpe diem (tenemos el día latino, lo siento), de aprovechar el momento, vivir la vida porque ahora, mientras no muramos, estamos vivos. Eso es lo que significa ser mortal, no vivir ciegamente auto intoxicándose, corriendo riesgos para luego sorprenderse de que uno puede morir ahora, ya, como si eso fuera algo que no estaba en el guión, como si fuera una estafa. De hecho, la única razón por la que se puede apreciar la vida, es porque sabemos que se acaba.



La condición de mortal es una característica inevitable de la condición de viviente; en realidad, ni siquiera son dos estados diferentes. Por supuesto, la vida es un hecho extraordinario y único, en medio de un universo de materia inerte y a menudo amenazadora que en cualquier momento puede devolver esa frágil llama a la nada y al vacío. El ser humano es el único animal que se sabe mortal, es consciente de esa semilla de mortalidad que lleva dentro, y que un día u otro acabará fructificando. Heidegger afirmaba que nadie puede morir la muerte de otro, que sólo en la muerte el hombre es él mismo, es una vivencia única a la que cada cual se enfrenta a su manera. No a la muerte en sí, que es el momento de la nada, sino a la condición de mortal, o de ser que está en el proceso de morir. Aquí se puede citar a Epicuro y su famosa afirmación que dice, aproximadamente, “cuando yo soy, la muerte no es, y cuando la muerte es, yo no soy”; la muerte en sí no es imaginable ni predecible, por eso es tan difícil para el ser humano prepararse para la muerte, que era a lo que se refería Epicuro; es más posible saberse mortal, como quiere Heidegger.



Sin embargo, al hilo de esos argumentos que hubiera podido suscribir cualquier pensador desde el origen del mundo, puede recordarse que en los últimos tiempos han aparecido voces que podrían contradecirlos. Me refiero al transhumanismo, una corriente de pensamiento que ha arraigado en algunos campos científicos, y que a raíz de los avances médicos, propone mejorar al ser humano potenciando sus capacidades, reforzando sus debilidades, suprimiendo las enfermedades y deficiencias, y entre ellas la más importante, la mortalidad. Un profesor de filosofía de Oxford enumera los objetivos de las investigaciones actuales: “la eliminación de la muerte, la mejora de los sentidos, la infalibilidad de la memoria, el aumento de la capacidad intelectual, el mayor rendimiento físico y el control de las respuestas emocionales”. Parece la carta de los deseos del ser humano sufriente a lo largo de la historia. Al fin y al cabo, todos los avances médicos han perseguido aliviar el sufrimiento humano, evitarle el dolor, la enfermedad y, hasta donde era posible, la muerte. Si la medicina encuentra nuevos remedios que puedan evitar a los pacientes la agonía y la pérdida, ¿por qué no utilizarlos? Dejando a un lado las aspiraciones últimas de algunos investigadores, que pasan por desechar los cuerpos carnales en pos de otros estados de vida menos frágiles, lo que la medicina dice es que la mortalidad es casi un accidente de la vida: una vez localizado el proceso que la provoca (una especie de contador que impide a las células reproducirse más allá de cierto número de veces), tan sólo se trata de averiguar la manera de controlarlo y suprimirlo. Y ya está, tenemos seres humanos inmortales.



Si la muerte se convierte en algo opcional, ¿quién optaría por ella? Las propuestas del transhumanismo abren muchos interrogantes. Por ejemplo, qué significa esa aspiración al mejoramiento. ¿Está el ser humano mal hecho? ¿Qué es la perfección en el contexto de una criatura natural? Y si lo que es imperfecto es la naturaleza toda, con su devenir y su fragilidad, ¿lo que pretenden es sacar al ser humano del mundo natural? ¿Y cómo existirá él en el mundo, a partir de entonces? ¿Cómo será su relación con ese cuerpo? Un cuerpo dominado, manso, que ya no padece pero que tiene todos sus sentidos súper despiertos. ¿Y cómo lo controlará ese futuro cerebro súper inteligente? ¿Qué será para él ese cuerpo sustituible, y qué será para él esa vida? Porque la pregunta principal sería: ¿qué haría el ser humano con esa vida inmortal?



Aquí muchos artículos sobre el tema traen a colación el relato de Borges “El inmortal”, que puede verse como un listado de los inconvenientes de la inmortalidad. El pueblo de los inmortales ha existido durante siglos, hasta perder todo interés por la vida. Han tenido tiempo para hacerlo todo y para detestarlo todo. Finalmente, han caído en un estado de letargo en el cual prácticamente tienen sus cuerpos abandonados y se entregan al pensamiento (pero, ¿qué piensan que no hayan pensado ya? ¿Qué les queda por pensar?). Sin el límite de la muerte, el hombre puede vivir todas las vidas, ser todos los hombres, lo cual es equivalente de no ser ninguno, de no ser nada. Todo es sustituible, como él mismo. Este precioso párrafo lo resume:


La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario.


Elucubrar sobre las ventajas de la mortalidad puede parecer un ejercicio de hipocresía. Al fin y al cabo, lo único que da a la muerte su carácter definitorio es precisamente que es inevitable, ineludible, que no se puede negociar ni esquivar. Si la muerte se convierte en opcional, queda reducida a un anacronismo, a un objeto sin sentido. Si está en su mano elegir, es mucho pedir a los seres humanos que opten por ella. Pero aún así, el transhumanismo sigue siendo objetable, precisamente porque perpetúa el hedonismo de esta época que ha dado lugar a una sociedad formada por individuos desconectados, preocupados sólo por su propia supervivencia, sin meditar en qué mundo o en qué sociedad quieren sobrevivir. La utopía ya no aspira a una sociedad mejor, a un mundo justo y feliz, tan sólo parece contar el propio bienestar, como si en él los demás no tuvieran parte. Razón por la que seguramente, si es posible, la inmortalidad biológica será una realidad. Pero la utopía se encontrará con la paradoja de todas las utopías: igual que los padres que compran a sus hijos los juguetes con los que ellos soñaron, y que no significan nada para los hijos, ya que no los desearon, la humanidad futura vivirá su inmortalidad como una circunstancia más, no especialmente deseable. Simplemente buscarán una nueva utopía tras la que correr.

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