Susana y la controversia del testimonio de una mujer


Todo el pueblo les creyó, porque eran próceres y jueces”, dice el texto bíblico en la historia de Susana y los viejos, o La casta Susana, una inesperada fábula donde una mujer declarada culpable injustamente es salvada por Dios. Inesperada, porque es la misma Biblia que ha repetido, un libro tras otro, lo malvada que es la mujer, lo venenosa que es su lengua, lo malas que son sus intenciones, peor que una enfermedad, que la guerra y la muerte... Es tan curiosa esta historia, que su procedencia resulta bastante oscura; quizá una fábula moral como la de Bel y la serpiente que cierra el libro de Daniel. Como solo se conocen las versiones griegas, no es canon en la Biblia hebrea, y por lo tanto tampoco en la protestante. Sí es canon en la católica, pero algunas ediciones ecuménicas tampoco la incluyen. Puede entenderse dentro de la tradición profética que denuncia los poderes corruptos de las instituciones hebreas, pero sigue siendo curioso que el inocente salvado por la mano divina sea una mujer. Lo que le pasa a Susana, sin embargo, es algo que atraviesa los siglos y sigue muy presente en la actualidad.

 


Es una chica guapa, pero decente, insiste el texto. Una mujer casada normal, que tiene un jardín particular y vallado, en el que disfruta tomando un baño a solas. Dos viejos, personas importantes y de prestigio, la asaltan mientras está desnuda, le hacen proposiciones, y la amenazan con denunciarla por adulterio si no cede. Se inventarán que la han visto con un amante, y todo el mundo les creerá, porque son próceres de la nación. Nadie la creerá a ella, porque no importa lo mucho que haya mantenido su reputación hasta ahora. Su palabra no vale nada. La condenarán a muerte por adúltera, y caerá el oprobio sobre su familia. Susana es una heroína bíblica y no cede, da la alarma y las criadas acuden. Los viejos cumplen su amenaza, es llevada al tribunal, nadie la cree, la conducen al patíbulo. Susana solo es salvada por la intercesión de otro hombre, el profeta Daniel (o a través de él, el mismo Dios como gran figura patriarcal), que es capaz de contrarrestar el testimonio de los viejos. 

 


Esta última parte es la más difícil de creer. Sabemos que muchas Susanas han sido condenadas: a muerte, a prisión, al ostracismo, al vituperio de la muchedumbre, al manicomio, a la pérdida de su reputación, de sus carreras, de sus trabajos, de sus familias, de su futuro, de su esperanza. La historia se repite una y otra vez: hombres con poder, con prestigio, amigos de sus amigos, queridos en la comunidad, alabados por sus semejantes... que tienen dos caras, que persiguen mujeres vulnerables, subordinadas (porque ellas nunca tienen el mismo nivel de prestigio) que las acorralan, que las amenazan... No se les puede pedir que sean heroínas bíblicas, unas ceden y entran en una espiral de abusos, otras denuncian y no son creídas. Su testimonio no importa, siempre se duda de su veracidad, de sus intenciones; quizá está confundida, quizá ha cambiado de opinión, seguro que se lo inventa. Y así se repite, se repite, se repite...

 


La representación de esta escena es muy popular en pintura, sobre todo en el barroco, que nunca desaprovecha una excusa para presentar a una mujer desnuda. Los blancos cuerpos de las Susanas relucen en la penumbra de sus jardines, y sus caras se muestran a veces ignorantes de los viejos escondidos, a veces desentendiéndose de sus miradas, a veces incluso divertidas... Y otras veces horrorizadas, espantadas por el asalto a su intimidad, desesperadas... Pero ningún pintor pierde ocasión de mostrar su desnudez, haciendo que el espectador se convierta en un viejo lujurioso más, un asaltante más, un cómplice y un testigo mudo del terror de una mujer. Hay versiones que son más compasivas con Susana y la dejan cubrirse y escapar de nuestras miradas, pero que éste sea el momento de la historia que siempre se representa es un síntoma de que, más que una denuncia, lo que estos cuadros buscan es una complicidad colectiva. Sabemos que eres casta y decente, pero da igual, porque ante todo eres un cuerpo. Da igual lo que digas o lo que quieras, porque eres culpable, de ser una mujer, de tener un cuerpo, de ser vulnerable. Da igual lo que denuncies, porque no vamos a romper nuestro acuerdo de complicidad. Que baje Dios y te salve.

 


Invito a quien no lo haya hecho, a leer, aunque sea durante una semana, los testimonios que publica Cristina Fallarás en su cuenta de Instagram. Todos y cada uno de ellos. Y que me cuente cómo duerme y cómo se levanta, y qué tal su día. Violencias grandes y pequeñas, pero a veces muy, muy grandes. Aparte de maridos y exmaridos maltratadores y divorcios traumáticos, mujeres que han sido abusadas (eufemismo), pocas en callejones oscuros por desconocidos, sino que muchas lo han sido por amigos, compañeros de trabajo, amigos de amigos, amigos de novios... Y la cantidad de niñas de 5, de 8, de 10 años abusadas por amigos de la familia, por vecinos, por amigos de los padres, por amigos de los hermanos, por amigos de los primos, por amigos de los tíos, por padrastros, por primos, por tíos, por abuelos, por padres, por hermanos... Yo a veces los leo y a veces dejo de leer. Pero creo que quien lea todas estas historias quizá pueda hacerse una idea de en qué mundo vivimos realmente, no el delirio colectivo en el que estamos inmersos para seguir creyendo que todo es bonito y está bien.

 


Cristina ha hablado a menudo del poder que tiene el hecho de que las mujeres hablen entre sí y creen una narrativa de sus vivencias. De pronto, como dije, el mundo en que vivimos se llena de visiones nuevas que habían sido ignoradas hasta ahora, y resulta ser muy diferente de lo que parecía. Cada niño, por más que haya nacido en una familia progresista y haya sido educado en el respeto, tiene aprendidas desde que tiene uso de razón todas las claves del patriarcado, porque lo puede absorber del ambiente; en cambio, a cada generación de niñas hay que volver a enseñarle el feminismo desde cero, a riesgo de que desaparezca. Hasta ese punto falta una referencia comunitaria de la vivencia femenina. Los testimonios sirven como terapia y redención para las mujeres, que a veces hablan de cosas ocurridas hace muchos años. A otras les sirven para entender, por fin, que eso que les pasa no es un caso extraordinario, sino que muchas otras lo viven y forma parte del sistema. Muchas identifican los abusos gracias a las palabras de otras. A veces, la similitud de las situaciones lleva a identificar a un mismo culpable, y las afectadas se reconocen entre sí y se ponen en contacto por su cuenta. Sin embargo, las denuncias no prosperan, o no llegan a producirse: su voz sigue sin ser escuchada, sin ser creída. Los testimonios también hablan de terribles experiencias en las comisarías de policía, en los juzgados, en los juicios. Y las noticias dan cuenta de la impunidad de los agresores.

 


Insta-pacato le ha cerrado la cuenta a Cristina Fallarás muchas veces, supongo que por ataques masivos de denuncias de trolls de la machosfera. Ahora, un personaje la ha denunciado por ofensa a su honor, por un testimonio donde no aparecía ni su nombre, ni datos que lo identificaran (pero las víctimas se estaban organizando por su cuenta). A pesar de ello, un tribunal ha admitido la denuncia, una muestra más del circo que es la justicia. El supuesto honor de un hombre es más importante que la avalancha de horrores sufridos cada día. El eco de esta denuncia lleva a un partido fascista a señalarla públicamente en su web y a pedir a sus militantes y aficionados que la acosen y la insulten (y, si lo quieren hacer por su cuenta, que la agredan). Cientos y cientos de voces con autoridad, la autoridad de no ser mujeres, la asamblea reunida que cree antes a un famosillo que a una periodista. Y ninguna reacción del resto de partidos, del gobierno, de los medios, como si se tratara de una anécdota sin importancia y no de una linchamiento colectivo. La impunidad se hace insoportable. Da igual quién sea él y quién sea ella, es la táctica de atacar a la vulnerable, a la expuesta, y negar su voz, su testimonio, porque el problema es que las mujeres hablen. No tienen que hablar, tienen que horrorizarse, tienen que ser un cuerpo asaltado y nada más.

 


Tal y como lo veo, el feminismo ha pasado por tres fases: primero, la lucha por el reconocimiento en las leyes, como el sufragio, la mayoría de edad o el acceso a la educación; segundo, la ocupación de espacios públicos, sobre todo en profesiones de prestigio, en la política, en la judicatura, en las ciencias, en los negocios.... Pero creo que la tercera fase es la más crítica, es la revolución de puertas para adentro, de lo que pasa en las casas, en las cocinas y en los dormitorios. De la inmensa avalancha de abuso, explotación y menosprecio que va asociada a la vida cotidiana. Una cosa es admitir que las mujeres voten, que tenga que trabajar con ellas y sean mis jefas (y sigue sin ser admitido, cada día se les recuerda que no pertenecen ahí); pero que además tenga que tratarlas como seres humanos iguales a mí, que tenga que tener en cuenta sus sentimientos y su voluntad y que yo deje de ser el rey de mi universo y merecedor de atención y cuidados constantes sin dejar de hacer todo el tiempo lo que me apetezca... Ahí es donde hemos tocado hueso. Y por eso la reacción contraria está siendo y va a ser descomunal.

 


Sinceramente, no creo que ninguna convulsión histórica, ni el fin de las teocracias, ni la caída de las monarquías, pueda compararse a la deflagración que supone la demolición del patriarcado, porque atraviesa (e intersecciona de maneras complicadas con) todas las clases, culturas y lugares. Ya sea en redes sociales, ya sea en persona, las voces de las mujeres adquieren fuerza cuando están unidas, cuando se escuchan y se hacen escuchar. La historia sería muy diferente con una avalancha de Susanas sin vergüenza que gritaran hasta ensordecer a los viejos cobardes. Su silencio se ha acabado.



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