El azul nocturno ya había caído sobre las calles,
pero un sol cegadoramente dorado había quedado atrapado en lo alto de los rascacielos y en las alas de las gaviotas. Hacia el mar el cielo estaba sereno, pero en el oeste el sol había inflamado una masa de nubes esponjosas que resplandecían entre el rosa y el naranja. Las veía enmarcadas tras las ramas oscuras de los árboles invernales, mientras en su seno estallaban rayos brillantes. Cuando volví a salir del metro, no sólo había sobrevenido la noche, sino también un abundante aguacero, en el que me sumergí mientras los truenos retumbaban sobre mi cabeza.
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