Lo que ocurrió anoche merece la pena ser
recordado, porque viví unos momentos incomparables. Anoche, poco antes de las
doce, me senté en el balcón. Soplaba una brisa muy fresca, muy suave, de aire
puro. Las calles estaban silenciosas. Desde el seto, bajo el balcón, la
fragancia de la dama de noche llegaba hasta mí con mucha intensidad, de manera
que no respiraba más que aquel perfume, infinitamente dulce y delicioso.
Mientras me sentía habitando en aquel mundo intermedio del entrechocar de las
tiernas hojas de los árboles y la exuberancia de las flores sobre la tierra,
levanté la vista hacia el cielo atravesado por el viento fresco y allí estaban,
las estrellas. Allí me encontré, llamando a las estrellas por su nombre,
mirándolas arrobada una por una, las siete de la Osa Mayor (excepto Megrez,
demasiado débil, invisible), como queriendo llamar su atención para recordarles
cuánto las quería. Y un poco más allá de Dubhe entreví la chispa luminosa de
una estrella fugaz. ¡Es bien curioso! Es tan poca cosa de ver que casi ni te
das cuenta, pero es al comprender lo que has visto que te llena la emoción,
porque es tan excepcional y tan raro… Mirando las estrellas, sentía las
flores; oliendo las flores, veía las estrellas. ¡Qué extraño que dos cosas tan
distintas me parecieran en ese momento tan iguales! Cuando me fui a dormir,
llené mi habitación de jazmines. Tendida sobre la cama, podía percibir la
tersura de los blancos pétalos que me envolvían de dulzura. La brisa corría
sobre mí como el agua fresca. En mis ojos cerrados podía ver brillar las
estrellas. No pensaba en nada, nada podía preocuparme porque en ese momento me
sentía tan feliz como un bebé mecido en su cunita. Caí dormida en un mundo en
el que sólo había flores y estrellas.
Jueves, 8 de julio de 1993
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Tula de Fractales
h.