De haber vivido en otra época y en otro lugar, puede que las chicas de la banda punk activista Pussy Riot no hubieran pasado de ser otro grupo de seguidoras del movimiento guerrilla girls, haciendo actuaciones punk de protesta en lugares inconvenientes, cargando contra el poder, la represión policial, el capitalismo, el machismo y los mil problemas de la sociedad. En casi cualquier país se hubieran ganado algunas multas, o hubieran sido consideradas artistas underground... Lo que hacían no era ni siquiera especialmente original, pero tenían la desvergüenza de la juventud, del idealismo de unos chavales que no se han adocenado en la sociedad de consumo.
El problema es que estaban en la Rusia de Putin, y eso significó que su (intento de) actuación provocativa en la catedral de Moscú las convirtió en reos de un castigo ejemplar con las que el poder quería mandar un mensaje muy claro a quien tuviera intención de protestar o intentar cambiar las cosas en un estado corrupto y violento: os aplastaremos como hacemos con ellas. El documental que comparto retrata el patético juicio, en el que, a pesar de la presión internacional, todo el peso del poder represor y de la Iglesia hipócrita sedienta de venganza cae sobre estas pequeñas mujeres. Las condenan a trabajos forzados para acabarlas de destruir.
En su obra El Libro Pussy Riot: de la alegría subversiva a la acción directa (Roca, 2018), Nadya Tolokonnikova habla de sus ideas y su experiencia. Para mí, quien ha sufrido físicamente por defender lo que piensa merece todo mi respeto, y creo que la descripción de su vida en el campo de trabajo es algo que al lector se le debe quedar grabado a fuego. Primero, porque es una verdad rotunda como una bofetada, y segundo, porque sirve como arquetipo de todos los encerrados y torturados por sus ideas, antes y después, en condiciones que deberían ser borradas de la faz de la tierra para siempre.
En ese penal de Mordovia donde Nadya fue enviada tenía que trabajar diecisiete horas de jornada laboral cada día en máquinas de coser, todos los días, con sólo cuatro horas de sueño. Destaco dos páginas de su relato:
En la época de Stalin, si un prisionero no iba o no podía ir a trabajar en tres ocasiones distintas, lo fusilaban. En la nuestra, se le somete a una buena paliza y se le encierra en una gélida celda de aislamiento, para que se congele, enferme y muera lentamente.
Algunas veces te encuentras un rabo de cerdo entre el rancho, o el pescado en conserva de la sopa está tan rancio que tienes diarrea durante tres días. A los presos siempre se les da pan duro, leche aguada, mijo pasado y patatas pochas. Durante el verano llegaban al penal sacos de patatas negras y viscosas en grandes cantidades, y nos alimentaban con ellas.
Se cose con máquinas viejas y obsoletas. Según el Código Laboral, si el equipo de trabajo no cumple con las pautas de la industria, las cuotas de producción deben reducirse con respecto a las normas. Sin embargo, las cuotas no dejan de aumentar, de forma abrupta y sin previo aviso. “¡Si ven que puedes hacer cien uniformes, aumentan el mínimo a ciento veinte!”, me advirtió una costurera veterana. Tampoco puedes incumplir los requerimientos, o la unidad al completo es castigada durante todo el turno. Por ejemplo, obligando a que pasen horas de pie en el patio, sin poder ir al baño ni beber una gota de agua.
Hay toda una serie de castigos no oficiales con los que se mantienen la disciplina y la obediencia, como impedir la entrada a los barracones en otoño e invierno (conocí a una mujer a la que se le congelaron tanto los dedos y un pie que tuvieron que amputárselos) o prohibir el aseo o el uso del retrete.
Con el único sueño de poder dormir y tomar un sorbo de té, la reclusa exhausta, acosada y mugrienta se convierte en barro maleable a manos de los guardas, quienes nos ven únicamente como obreras sin sueldo. En junio de 2013, mi salario mensual fue de cincuenta centavos.
Las condiciones sanitarias de la cárcel están calculadas para que los prisioneros se sientan como animales sucios e impotentes. La colada se hace una vez por semana, en un cuartucho con tres grifos de los que sale un hilillo de agua helada. Se nos permite lavarnos el pelo una vez por semana. No obstante, a veces se cancela, como cuando se obstruye el desagüe o se corta el suministro. En algunas ocasiones, estábamos sin poder ducharnos durante dos o tres semanas.
Cuando las tuberías se atascan, la orina se desborda y las heces salen disparadas desde las letrinas. Aprendemos a desatascarlas nosotras mismas, pero el arreglo dura poco y vuelven a estropearse otra vez. La prisión no cuenta con el material necesario para repararlas. (p. 168-169)
Nadya tenía la suerte de ser un personaje público. A pesar del intento de hacerla desaparecer, muchos activistas de todo el mundo presionaban, en la capital y junto a la cárcel, para denunciar su situación. Después de una huelga de hambre, las autoridades temieron que su muerte les acarrearía demasiados problemas, por lo que mejoraron sus condiciones, la trasladaron varias veces, y acabaron amnistiándola junto a otras de sus compañeras. El resto de prisioneras anónimas sigue en aquel infierno.
Yo me quedé pasmada cuando oí hablar a Nadya en la entrevista que le hizo Sandra Sabatés para El Intermedio en octubre de 2018. Lo que más impresiona de alguien que explica unas vivencias como ésas es que lo haga con una sonrisa y con ganas de seguir luchando. Tanto ella como otros activistas han seguido sufriendo ataques por parte de las autoridades; es la misma Rusia de Putin, que sigue atornillado al poder con sus petróleos, sus gases, sus ejércitos y sus amistades con presidentes varios. No quiero caer en la trampa de hacer de Nadya una mártir o elevarla a los altares; seguro que no es perfecta y que ha cometido errores y tomado decisiones equivocadas, seguro que también arregla su versión de la historia para no quedar mal en ella. Pero sé que lo que explica en los párrafos anteriores es verdad, y esa es una verdad que no se puede cuestionar. Y sé que si miramos para otro lado, el mundo entero será un día como esa prisión.
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